MIS TESOROS

MIS TESOROS
ISA, RAMÓN Y BELÉN

jueves, 25 de diciembre de 2014

Amanecer de Navidad


Pues, sí, como cada día, madrugué. No me quería perder este  precioso amanecer para que lo recordéis siempre, tras la cena de anoche: serena, sencilla pero  tan entrañable que me sentí feliz y agradecida por  vuestro cariño y el de mis nietos, manifiesto en atenciones y regalos que me superaron.

Que nunca dejéis de estar unidos porque  poco más os puede dar la vida, y eso ya será siempre mucho y mi mayor deseo.
                            
 
Os quiero muchísimo; sois dmi  gran tesoro.

viernes, 19 de diciembre de 2014

El camino que lleva a Belén

Mi montaje de este año, ilusión de sorprenderos


Mis queridos hijos: Siempre, desde muy niña, me han llamado la atención los seres humanos que, estando en la fiesta, ni han sido invitados ni participan de ella. Sí, están ahí sencillamente como podía estar un manido y viejo bodegón, colgado en la mugrienta pared de una taberna cualquiera. Y mis ojos sabían descubrirlos y mi alma sentirlos en la impotencia de una precoz intuición: no era justo. Pero la fiesta sigue y en ella los solitarios espectadores, desde el anonimato más absoluto, rozan nuestra piel sin que tan siquiera  sean visibles a nuestras miradas ávidas de  salir en la foto, miradas que lo quieren abarcar todo, gozar todo, pero oteando sólo desde la superficie, y evitando así complicaciones de honduras.
Las fiestas de Navidad ya están, un año más, en nuestros hogares, en nuestras vidas, en nuestros bolsillos. Y en ellas, casi como absurdo simulacro, el Nacimiento de Dios. Y yo, hijos, en este amanecer frío, con días aún para la gran fiesta, os invito a una reflexión que nos reconduzca al único camino que los seres humanos deberíamos no perder, o retomar en cualquier caso.
 Sí, el camino que lleva a Belén, al encuentro con la verdad, con la solidaridad, con la justicia, con el amor. Porque allí está Dios, en ese pobre solitario que no invitamos a nuestras celebraciones, en el emigrante que mendiga por nuestras calles  o flota muerto sobre las aguas de nuestros mares, como esas oleadas de peces que a veces arriban a nuestras playas. Y Dios está en esos niños que se mueren en indigencia y abandono, y en tantos ancianos que tan sólo son rumiantes de recuerdos silenciados, y en tantas mujeres maltratadas, muertas que cada día son noticia en nuestros medios de comunicación, y en otros mundos donde la gente muere en locas guerras… 
No, no hay silencios en la gran boca de Dios. Hay, eso sí, oídos sordos de los hombres que buscamos y queremos un Dios, justo a nuestra medida.

Y en estos días especialmente sólo le pido a Dios que las desgracias no me sean, ni os sean, jamás indiferente y que en este "Camino que lleva a Belén" podamos ir acompañados, de la mano, de tantos pobres, marginados y solitarios caminante como andan, invisibles, por él.
Un  recuerdo muy especial para papá, tan amante de la Navidad. Él sigue vivo en nuestras vidas y en  nuestros silencios, silencios,  complicidad  y cortesía de unos para otros.
Y deciros un año más, que os quiero muchísimo.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Veinte Aniversario

Queridos hijos: Hoy es el aniversario de la muerte de mi padre, vuestro abuelo del que tanto os hablo. Os transcribo una carta que le dediqué en el Diario Córdoba hace ya más de veinte años. Fue en una columna que titulaba: Cartas a Lucrecia y que  algunos de vosotros recordará. Hoy, nuevo aniversario, lo vuelvo a tener presente como ayer y como lo tendré siempre.


¡Qué gran hombre fue mi padre!
A la memoria de mi padre.
Tengo frío, Lucrecia. Llevo más de una hora paralizada delante de la máquina de escribir. Fue, ¿lo recuerdas...? –tú estabas allí- la madrugada de un diez de noviembre de hace veinte años -hoy cuarenta y cinco-. Me sorprendí, entre tiritonas de que aquella madrugada de que saliera el sol, y me sorprendí de que se abrieran las tiendas y los bares, y de que la gente siguiera con sus rutinas, y de que mi canario, colgado en la terraza, me inundara irreverente con sus trinos, y me sorprendí de que yo misma sintiera necesidad de una taza de café, que sorbo a sorbo, fue calmando mi cuerpo desencajado. Y aquella mañana, cuando la vida a mi alrededor seguía en rutinas y vulgaridades, yo, que desde niña lloraba imaginando aquel momento, caí en la cuenta de que algo de mí había muerto también para siempre. ¡Pobre papá! ¡Cuánto debió sufrir en aquella maldita guerra1! Volvió –parece que lo veo- con un saco vacío a cuestas: escuálido, enfermo… Después, el retorno a otra casa, a otro pueblo, a otra vida que yo no conocía; la vuelta a Villa del Río, nuestro pueblo, nuestra casa, el Banco. Y allí, un rosal de rosas amarillas, una mesa y un aparador. Sollozos de mi madre que resignadamente repite: Se lo han llevado todo. Y palabras de mi padre: pero estamos vivos.
Y mi padre, un gran hombre, el mejor de los hombres, suspiros, lágrimas, trabajo, sacrificios y esperanza, fue reconstruyendo aquel desastre de historia, sin una queja, sin más anécdota que aquella por la que juntos elevábamos nuestra oración de acción de gracias al cielo: ¡Estamos vivos!
Por eso, hoy, cuando, no sé por qué, más que nunca, me queman los recuerdos, quiero, desde estas líneas, rendirle aquel homenaje, que, entre todos dejamos pendiente para otro día. Tal vez no entendimos que los hombres como él no se repiten. Son más bien como un milagro que se producen en un instante y desaparece en el siguiente, pero la marca, la huella que dejan es tan profunda que a la sombra de ella se vive, se crece, y yo creo que hasta se muere, en paz.
Como si me vieras, como si me oyeras, papá, quiero decirte que, a pesar de los años, hoy especialmente, me sigo sintiendo como aquella niña desamparada, muerta de frío y miedo que siempre encontraba en ti la respuesta, la palabra precisa, la comprensión y el amor para aquellas interrogantes grandes, que se me dibujaban, conjurándome a inquietarme por un futuro para el que todavía eran débiles mis espaldas. Hoy, ya, casi todo está escrito, desvelado, hecho presente y hasta pasado. De ti, de tus muchas virtudes, he heredado -¿por qué no decirlo?- cualidades pedagógicas que, en nada, por supuesto, pueden emularte, porque tú, aunque toda tu vida la dedicaste al Banco, fuiste el más grande y mejor pedagogo que he conocido. Supiste educarnos a los siete y a cuarenta que hubiéramos sido, sin competitividades, valorando en cada uno lo mejor, motivándonos constantemente a la cultura, exigiéndonos con el ejemplo, la constancia, el esfuerzo, el sacrificio, necesarios para lograr en la vida ser hombres y mujeres de bien, capaces de trabajar con honradez y dignidad.
Lo conseguiste, papá, así, y no es ninguna pedantería, somos los siete. También he heredado tu entrega y amor a la familia. Mi marido, mis hijos son lo primero y casi lo único. ¡Si vieras! Los tres son artistas. Aquí, en mi pequeño apartamento, donde río, lloro, hablo, me grabo, me borro, todo habla de ellos: pinturas maravillosas de Ramón. Manualidades –creatividad pura– de Isabel María y Belén. Tú, sin proponértelo, irradiabas una fuerza, una energía tan vital y contagiosa que sigue viva en mí, en mis hijos y en los hijos de mis hijos. 
La vida te ha dado la razón: no hay que venderse; con el trabajo también se llega, y yo, libre, con la cabeza bien alta, pero agradecida, como tú, voy alcanzando metas, entendiendo que no hay que detenerse, y menos aún por los aparentes fracasos. No sé cómo, pero te siento cerca. Tal vez, en tu mirada profunda de aquellos últimos años de enfermedad, pude leer un mensaje: “Donde quiera que estés, allí estaré yo”.
Sí, vuelvo a llorar, Lucrecia, pero mis lágrimas son hoy de agradecimiento y orgullo por haber tenido un padre como lo fue él. Por eso no te pongas triste. Voy a salir, voy a desafiar al sol y a la vida, porque esa será la única forma de mantener vivo su recuerdo.

miércoles, 29 de octubre de 2014

A mi hija Isabel María


Recopilando artículos de educación -más de mil quinientos- he tropezado con esta carta que  te dediqué, mi querida hija, cuando. al fin, lograbas tu primer destino. Así que la reproduzco porque, sé que has superado mis expectativas  pero quiero dejar constancia de esta mi primera carta que te dediqué. 
  
A mi hija Isabel María
Por fin, eres maestra, querida hija, y para que tengas una idea aproximada de lo que tu madre piensa, cree y practica como maestra, te quiero dedicar este artículo en tu primer año al frente de una escuela. Llegará el día, y es lo deseable y mejor que pueda sucederte, que  escribas  tus propias conclusiones, pero hoy, equivocadas o no, recibe las mías que son auténticas y de eso sí te puedo dar fe. .Y es que hablar del maestro es algo tan delicado, tan importante, tan bonito y trascendente que siento miedo como si mis mejores palabras no sirvieran ni tan siquiera para esbozar los pensares y sentires que, desde niña, han anidado en lo más profundo de mi ser  sobre esta profesión  que,  sin ejercer de maestro, me transmitió el mejor de los maestros: mi padre.
Y en los muchos años de trabajo como maestra, lo he tenido siempre claro: ser maestro de escuela es lo más trascendente que se  puede ser en la vida,  porque entraña una inquietud constante por hacer correr la llama del saber, conscientes de que la cultura es uno de los mayores bienes que podemos legar a la humanidad. Donde haya un hombre culto, habrá un germen, una fuerza viva capaz de fermentar, en sabores nuevos, nuestra sociedad tan corrompida  de egoísmos que inevitablemente nos arrastran para defender, proteger y salir a flote con nuestras individualidades.
Ser maestro de escuela es gozar del privilegio de poder conducir a  los alumnos hasta el umbral de sus propias mentes donde yacen adormecidas las auroras de sus entendimientos. Ser maestro de escuela es respetar la individualidad y creatividad ilusionada y expectante de cada uno de los alumnos, olvidados de un tradicional y malsano paternalismo que engendraba individuos sumisos, impersonales, receptores de la escala de valores, implacable, patriarcal y dominadora, de sus maestros.
Ser maestro de escuela es notar que, de una manera natural, sencilla y transparente, fluye del alma, contagiosa, la felicidad, la alegría, el amor, la generosidad, la compasión... la flexibilidad. Notar la plenitud de un cielo denso que puede explotar siempre en lluvia de estrellas. Pero ser maestro de escuela, ante todo y sobre todo, es ser un luchador, un infatigable luchador, cuyo campo de batalla es el mundo y cuya causa, la vida en toda su amplitud, en todas sus facetas. Jamás un maestro debe ser conformista, un pasivo y burgués espectador que se limita a cumplir con su deber las   horas diarias que dura su trabajo en el aula. Tan importante debe ser para él, cumplir sus horarios y programas  como la preocupación por una fábrica lejana donde se elaboran los ladrillos para las paredes de las escuelas, o por los albañiles que construirán tales edificios, o por los carpinteros que diseñan y trabajan en nuevos  y mejores modelos de mobiliario, y por un larguísimo etcétera.
Un maestro de escuela no puede caminar con la vista  hacia atrás. El progreso no es solamente mejorar el pasado: es moverlo hacia el futuro. Por eso, los cambios no pueden ni deben  generar nostalgias e inseguridades. Un maestro, sin hacer proselitismo, debe presentarse al mundo, a pecho descubierto  y no tratar, en aras de una legítima moral, arropar con sus mejores fervores, la definición sincera y clara de toda la gama de sus ideologías, porque el mérito del hombre no está en su color, ni en su fe, ni en su raza, ni en su origen, radica, y no puede ocultarse,  en su conocimiento y en sus hechos.
Un maestro tiene que vivir inserto en la realidad social de sus alumnos: conocer el barrio, saber a qué huelen sus calles, qué pasa en sus esquinas, cómo son por dentro las caras de sus  gentes, en qué sueñan, cuál es su dios, quién su esperanza, dónde sus alegrías y dónde sus tristezas.
Un maestro de escuela no puede dormir tranquilo, mientras el hijo del barrendero, y n tenga que ser irremediablemente, barrendero –y no trato con ello de despreciar a nadie ni a nada- y el hijo del médico, irremediablemente, médico, mientras sus alumnos carezcan de bibliotecas para estudiar, de laboratorios donde investigar,  de gimnasios donde ejercitar prácticas deportivas tan necesarias e importantes, de profesores especializados en determinadas áreas, mientras la masificación siga siendo una agobiante realidad con el consiguiente deterioro para la calidad de la enseñanza, mientras los colegios no dispongan de un mínimo de calefacción real y refrigeración, a nivel siquiera de cualquier oficina o edificio público, mientras los alumnos, en nubes de polvo o en lagunas embarradas pasen sus ratos de recreo, mientras los colegios, limpios y acomodados no sean una prolongación de nuestras casas.
Un maestro tiene que estar al día en las innovaciones pedagógicas, en todo lo referente a su profesión, en todo lo que de una forma o de otras implique a la escuela. No puede enquistarse ni quedar desfasado. Su formación sigue una trayectoria que no admite pausas ni nostalgias. Que nadie pueda decir, maestro de escuela, que estamos llenos de ruidos y vacíos de sonidos, que somos como esos saltimbanquis que nos hacen reír cuando lloran y nos hacen llorar cuando ríen, que entre nuestra corona de espinas no hay también oculta una de laureles. Que nuestras almas talentosas salgan a la luz con una viola en las manos para consolar espíritus con música para acercar a nuestros semejantes a los misterios profundos del amor,  de la vida, y de la belleza. Y nuestras vidas serán antorchan que iluminen el camina negro y tortuoso que conduce a la salvación.
 Ser maestro, y con esto termino, es nacer cada día, con los ojos abiertos, con la mente  despierta, con el corazón ilusionado, con la voluntad puesta, decidida y firme, en colaborar  para que nuestro mundo, en la parte que nos corresponde, al caer la tarde, sea un poco mejor que al despuntar la mañana.
A ti, mi querida hija maestra, porque sabrás serlo, a todos los maestros por lo ignorado y desconsiderado que resulta su trabajo, a mi misma por tratar de ser maestra, los felicito y me felicito en estas fechas en las que, un año más, se aproxima el Día del Maestro
 De todo corazón, te quiere esta aprendiz de maestra, tu madre.

jueves, 16 de octubre de 2014

Cuento: El colaborador anónimo



         La noche y el día no se anulan; se complementan

Hoy, queridos hijos, os voy a contar un cuentecito que escribí hace años, y lo hago por si alguna vez sois víctimas de un ignorante, que os considere "peligrosos", cosa que suele suceder cuando alguien despunta en algo.

 Un hombre, al que todos llamaban sabio por saber contar hasta cinco, fue designado para llevar a cabo un gran proyecto. El hombre, que sólo sabía contar hasta cinco, se dijo: Necesito personal. Mañana mismo saldré a buscar colaboradores; es m i fama lo que me juego.  A la mañana siguiente, al ser de día, salió a la plaza. Una gran multitud lo rodeó: ¡Queremos trabajar contigo! -voceaban-. El hombre, que sabía contar hasta cinco, enfervorizado, dijo: de acuerdo. Cuenta tú -ordenó a un primer hombre. ¡Uno, dos y tres! -contó el hombre-. ¡No está mal! -exclamó -; serás colaborador. Cuenta tú -ordenó a un segundo candidato-. ¡Uno! –dijo con cierto temor-. ¡Eso está pero que muy requetebién! Quedas elegido. Le faltaba un tercero. Al azar, se fijó en un hombrecillo que medio asustado se escondía del bullicio. Tú -lo señaló-. Cuenta. Me gustaría que fueras mi colaborador. ¡Si yo sólo no sé contar, señor! -contestó el amedrentado “hombrezuelo”-. ¡Formidable, maravilloso! Mi proyecto precisa de hombres como tú. Serás mi colaborador número uno.
Y empezaron a trabajar. Todo transcurría con  aparente normalidad. Pero el  proyecto, objeto de grandes expectativas, a pesar de los grandes esfuerzos de aquellos hombres, parecía haber entrado en un punto muerto del que no lograban salir. El hombre que sólo sabía contar hasta cinco, se disculpaba ante sus superiores: ¡Es que no hay forma de que la gente colabore! ¡Lo siento! La gente no se implica, la gente solo quiere ganar y ganar… ¡Qué falta de profesionales! Todo queda sobre mi.
Pero un día, de la nada, surgió un hombre que, irrumpiendo en la sala de Juntas donde se hallaban reunidos, dijo: Sé de vuestro proyecto y estoy ilusionado con él. Vengo a ofrecerme porque yo sé contar hasta diez: ¡Seis, siete, ocho, nueve y diez! Los colaboradores, llevándose las manos a la cabeza, exclamaron: ¡Cuánto sabe! ¡Es justo lo que nos está haciendo falta! Pero el hombre que sabía contar hasta cinco  dijo:   ¡Estáis locos todos! ¿Este hombre de colaborador? No sólo está loco sino que es peligroso pero, ¡que muy peligroso! Puede acabar con todos nosotros. Matémosle. En la agonía, aquel hombre, haciendo un gran esfuerzo, y ante la expectación de todos, seguía contando: Once, doce, trece...
Pero sucedió que, cuando reanudaron el trabajo, todos repetían: ¡Diez, once, doce, trece...! Llegó el día de entregar el proyecto finalizado. ¡Éxito total! -proclamaron las autoridades competentes-. Este hombre y  su equipo merecen una condecoración. ¡Démosle la mejor!
Más tarde, cuando aquellas autoridades leían la Memoria del proyecto, advirtieron una tenue propuesta: En memoria de un colaborador anónimo, esta comisión solicita un pequeño monolito que lo recuerde y en cuyo pie rece la inscripción: Al colaborador anónimo.

La experiencia de vida me dictó la siguiente conclusión: Si lo sabes, no lo digas porque te arrinconarán. Si no lo sabes vocéalo y te subirán al púlpito.