MIS TESOROS

MIS TESOROS
ISA, RAMÓN Y BELÉN

sábado, 23 de septiembre de 2017

Ya estamos en el otoño



¿Reconocéis nuestra casita?


Ya estamos en el otoño.
Remolino de tonos grises, anaranjados, violetas…
                                                            más bien húmedos,
                                                            más bien fríos. 

¡Qué mágica luminosidad en tierra, cielo, horizontes...!
¡Qué suave el viento que noto palpitar en mis mejillas...!
¡Qué bella  diosa blanca este atardecer otoñal!
¡Qué colmenar de azahares mi alma, éxtasis de sueños infinitos!

Pájaros emigrantes surcan mis cielos amanecidos tan de mañana.
Día y hora de lejanos ecos que reverberan nítidos en el escenario de mis pasos.

¡Qué poca cosa yo, estrella fugaz en brazos de alas calmas!
¡Qué niñas mis lágrimas, sin destino, desbordadas...!
¡Qué ardor en mi sangre, pulmón de sueños inventados, soplo de amores!
                                                                
           ¡Adiós, pájaros adiós!
¡Me izan aires y me aúpan  a vuestro  futuro destino!
¡Me crecen remos en el mar de tan larga travesía!
¡Me  seduce y conjura tan aventurada emigración!        
         ¡Volved, pájaros, volved!

Nubes que llegan, papeles que vuelan,
hojas que reverencian mi sentido caminar,
voces lejanas, ladridos, crujir de cancelas,
recuerdos que me arrullan en los adentros... 
                                                         Y el otoño que llega un año más.
                                                         Y en mis labios una plegaria:

                                                          Déjame, Dios, un día más.

sábado, 16 de septiembre de 2017

De mi biografía. Capítulo II


PRIMEROS RECUERDOS
VADEPEÑAS, ZONA ROJA
Mis primeros recuerdos se remontan  a la edad de tres años, o tal vez menos, cuando, mi padre, guiado por sus responsabilidades profesionales   decidió huir del pueblo, nada más comenzar la guerra Son estos recuerdos e historias que he repetido, como dije anteriormente, en otras obras, pero que se hacen imprescindibles en esta, si en ella quiero esbozar, al menos, algo de mi biografía. Fuimos, y somos siete hermanos. Entre Blanca, la mayor, y yo, un varón   que murió, cuando mi vida se forjaba por el vientre de mi madre. Al empezar  la guerra, andábamos por el mundo, Blanca, yo y Rafael, un año más pequeño. Mi madre estaba embarazada del quinto hijo, Benito que nació, pues  , en Valdepeñas, destino de nuestro destierro. Los tres hermanos restantes, María Jesús, Paco y Estrella, nacieron después de la guerra. 
Y allí, Valdepeñas, zona roja, una casa grande, un lagar donde se pisaba y exprimía la uva, donde el hombre de ojos amarillos, Andrés,  por no sé qué enfermedad,  repetía a voces: Antes de que termine la guerra, tenemos que ver la sangre correr como ríos por las calles. Me recuerdo, cada mañana, junto a su hija de largas trenzas, que desayunaba  en el gran patio de acceso al lagar. Esperaba, pacientemente, que terminara, que se levantara para, con la punta de mis dedos recoger las migajas pegadas al plato que dejaba abandonado  en una improvisada mesita. En mis cortos años nada entendía pero me asustaban las palabras de aquel hombre, y la calle, una gran Avenida, escenario de mis constantes miradas, por donde esperaba ver la sangre correr, al tiempo que la noticia tan esperada del final de una  guerra de la que nada sabía y el regreso de nuestro padre y a nuestra casa que, como a ráfagas, recordaba,  a veces,  o de la que nada sabía, otras. Mucho, mucho horror de tanta sangre, de ríos de sangre inundando de  rojo calles y plazas. Sirenas, gente que corre, que grita: ¡Los nacionales! ¡Los nacionales! Niños espantados que, con la boca abierta miran al cielo, como miraba yo aquella mañana, cuando unos milicianos me fotografiaron. ¡Qué buen cartel  para nuestra guerra!-exclamaron.
Y las cuevas, aquellos agujeros tan oscuros, tan húmedos, donde mohosos candiles débilmente llameaban, donde se apiñaban barriles con olor fuerte a vino, a maderas viejas… El estallido de las bombas nos encoge, nos corta  la respiración, nos silencian… Es como un aullido que entra por los oídos y cala de horror el alma. La voz de Andrés palpita  en ecos que reverberaban en la cabeza de todos: ¡La sangre tiene que correr por las calles!   ¡No puede haber  fin sin sangre! ¡Ríos, ríos de sangre tienen que correr!
     

viernes, 1 de septiembre de 2017

Fin capítulo I de mi biografía

Yo, pues, no nací el día que salí del útero materno, aquella lejana y fría madrugada de enero. La auténtica, la única e irrepetible persona que soy –como todo ser humano-, nació, el día aquel, cuando a pie de lápida y rodeada de mis tres hijos y algunos amigos, daba el último beso al hombre que fue mi compañero durante veintiocho años. Allí, un treinta de abril, en plena primavera, el mundo  se me presentaba como un caos de nuevos horizontes, negros, muy negros. Un túnel por el que mis pasos se negaban a caminar, un escenario inédito en el que mi personaje se quedaba sin papel, un electrizante escalofrío que paralizaba mis pulsos y cegaba mis sentidos. Alguien al oído me susurró: No estás sola; tienes a tus hijos y te tienes a ti. Se  valiente una vez más.
Los  cielos despejados, los cipreses erectos, sin sombras, los pasos por aquellas calles  engalanadas de fúnebres coronas, lamparillas… silencios  de todos que, sosteniendo sus piros, regresábamos con la pena y los recuerdos almacenados en el alma. Y aquella voz a mis oídos, No estás sola; tienes a tus hijos y te tienes a ti. Se  valiente una vez más,  al igual que aquella otra del legendario sereno de mi pueblo aquel veinticuatro de enero, me pareció anunciar mi auténtico y  nuevo alumbramiento: sí, tendría que luchar, sacar, de la nada fuerzas, aunque, volviendo, una vez más, a la soledad.
Y sí, fue allí, cuando, al fin, tomaba en libertad, las riendas de mi vida. Aquel día, con cincuenta años, según rezaba en mi carnet de identidad, nacía, desnuda de compromisos impuestos, saldando deudas que no me pertenecían, con las manos vacías de decisiones ajenas, la persona que soy hoy, libre, sí, pero tan variopintos tatuajes quedaron imborrables en mi piel y,  con ellos a mis espaldas he caminado, camino ya hacia los ochenta.
 Las palabras de mi padre, como eco de aquella decepción que fue mi nacimiento,   me las he repetido  largos años: Tú no tienes la culpa.
No obstante, yo no fui deseada, luego no debí nacer.

Y aquella cancioncilla de mi madre, “Esta niña chiquita no tiene a nadie / su madre una gitana / la echó a la calle”, a lo largo de mi vida, y aún en el presente de mis días, la siento como mi más gran realidad: muchas, muchas veces me han “echado a la calle”