MIS TESOROS
miércoles, 9 de abril de 2014
jueves, 3 de abril de 2014
Creo en Dios
(Diciembre de 1988. Últimas Navidades con papá)
Como pequeños veleros a merced del viento,
navegamos hacia el mar y por el mar.
Una de la madrugada de un día cualquiera de
este mes de diciembre gigante que a dentelladas, se me antoja a mí, va devorando los últimos
días de esta década en la que los tres os habéis hecho mayores, habéis
abandonado vuestros juguete para
integraros en un mundo de formalidades que de una forma
natural vais aceptando, porque es la
vida que os abraza, que os reclama, que
os infla para que os crezcan vuelos,
camino del mar donde os aguarda el placer
de una orilla en calma, luz de todos los tiempos, latido de amor de todos los
hombres. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar...
De toda la vida, lo sabéis, me ha gustado
sentirme río. Río que nació allá lejos, entre montañas, entre deshielos,
limpio, puro... Tan poca cosa que sólo era agua para alimentar superficies de
guijarros blancos, agua en las que se podía mirar sin interferencias el sol. No
obstante, aquel burbujear casi en la nada emprendió camino, alimentándose de
otros cauces, de otros canales, alimentándose y creciendo siempre a la sombra,
al amparo de álamos plateados y cantos de ruiseñores.
Por eso, hoy, esta noche que la lluvia me
alimenta y me hace crecer, ya casi en caudal que quiere desbordarse, me siento
lista para dar respuesta a una pregunta que os debo desde vuestro despertar a la vida y
descubrir, que dentro de vosotros, como dentro de todos los seres humanos, se
agigantaban inquietudes, deseos de trascendencia, miedo, que, en un
ininterrumpido vaivén, comenzaba una búsqueda precoz de respuestas: ¿Existe Dios, mamá? ¿Hay
otra vida, mamá?
Mi sí, o mi no rotundo hubiera sido una
traición a vosotros, a mí misma... a Dios. ¿Acaso era yo alguien para
interceptar con mis verdades la búsqueda de las vuestras? Por eso, mi deseo de
reconduciros al umbral de esa búsqueda personal que, inexorablemente, os
hiciera converger en la
paz de una vivencia rumiada en los adentros del alma: Somos el
hálito y la fragancia de Dios. Somos
Dios en las raíces, en los tallos,... en las hojas.
Perdonad hijos, que no tuviera mejor
respuesta. Sólo, cuando el río es grande, crea profundidades en las que puede
bucearse en busca de algún tesoro perdido, o simplemente en busca de esa
botella que encerraba el mensaje, se puede sugerir una respuesta.
Y es que vuestras preguntas me sorprendieron a mitad del camino, cuando
todavía Dios era artífice anónimo de mi madurez, cuando Dios, tras una barrida
de fanatismo religioso, parecía esfumado de mi vida. Los tiempos, la moda, mis
razonamientos se encaminaban a
reconsiderar la fe de mi infancia y de mi juventud. Recuerdo que una noche lloré la muerte de
Dios que, de repente, me pareció descubrir como una obsesiva pesadilla que me
habían grabado y acompañado desde el
mismo día de mi nacimiento.
Y empecé a caminar sola, materializando todo
lo que como un toque de atención, me
resultaba desconcertante. Me convertí en oyente, en creyente de todas las
teorías acerca de la no existencia de Dios, acerca del sentido práctico que
debe guiar nuestra vida al considerarnos auténticos protagonistas de una
historia donde cada eslabón que nace se
aúpa en la nada del que muere.
Con indiferencia, he caminado durante largos
años atribuyendo a casualidades, a hechos naturales todo lo que de alguna forma
pudiera recordarme el aliento de Dios, presente y cálido en mi existencia. Y
llegué a comulgar con un final terreno
de todo lo que soy, aceptando y dando por buenas, las limitaciones que la
muerte impone a todo lo que vive como final
único e inexorable de este puñado de materia que es nuestro cuerpo. Me he preocupado, eso sí, de estar
siempre en paz con mi conciencia, pero por pura ética al saberme cumplidora de
mi deber como ser humano.
Pero un día, también ya lejano, ahondé en mis
profundidades, revestida de soledad, de silencios, revestida de mi verdad, con
las alas que me crecieron en el camino: intuición, objetividad, valor, sabiduría, discernimiento...
Y allí, sin cielo ni infierno, sin voluntad
que deba acatarse como antídoto y remedio de todos los males o de todos los
bienes, sin la vara, sin la puya que ordena, castiga o premia, allí, creando mi
vida cada instante, sacándome de la nada, cuando yacía muerta por el dolor de
tantas veces, allí, vivo, alumbrando mis oscuridades y revistiendo de amor mis
alientos perdidos, estaba Dios.
Por eso, hijos míos, hoy emocionada, y no por
sensiblerías, que no han lugar, y menos
precisamente en estos días, en los que intuyo el gran dolor que nos aguarda,
quiero haceros partícipes de la única respuesta que sé, de la única quizás que
pueda daros con toda sinceridad: Yo creo en Dios.
No obstante,
comprendo que Dios no existe para todos. Quiero decir que hay que crear profundidades, zambullirse en ellas
hasta la saciedad, con la única libertad que existe, la que nadie puede
violarnos: la libertad de sentirnos auténticos.
Pero Dios no es un molde que sirva
para todos. Cada ser humano, mirándose a sí mismo, puede descubrir el
verdadero rostro de Dios. El mío tiene el color y el sabor de las lágrimas amargas, pero también,
la sonrisa, la paz, la calma, el amor
que sostiene en vilo el agua de este río que sigue amamantándose de arroyos, en
su profundo, en su reverente caminar hacia el mar.
No, hijos, no. No culpemos a Dios de los
desastres del mundo. Los hombres, con inmensas limitaciones, estamos, no obstante
dotados de capacidad para manejar los hilos de esta gran aventura que es el
vivir. Y en uso de nuestra libertad los administramos mal, ¡muy mal! Y el
resultado es la suma de nuestros individuales males. Dios no es el “servicio
técnico” de nuestros desastres.
Algún día podréis comprender, que, sin manipulación, ni chantaje, lo que vuestra
madre hoy quiere deciros, es algo más que unas palabras bonitas en la seguridad
de que nada acerca de Dios es cuestión de transferencias.
Preguntaos, vivid en
profundidad, vivid en verdad… Os quiero tanto…
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