Queridos hijos: Hoy es el aniversario de la muerte de mi padre, vuestro abuelo del que tanto os hablo. Os transcribo una carta que le dediqué en el Diario Córdoba hace ya más de veinte años. Fue en una columna que titulaba: Cartas a Lucrecia y que algunos de vosotros recordará. Hoy, nuevo aniversario, lo vuelvo a tener presente como ayer y como lo tendré siempre.
Tengo frío, Lucrecia. Llevo
más de una hora paralizada delante de la máquina de escribir. Fue, ¿lo
recuerdas...? –tú estabas allí- la madrugada de un diez de noviembre de hace
veinte años -hoy cuarenta y cinco-. Me sorprendí, entre tiritonas de que
aquella madrugada de que saliera el sol, y me sorprendí de que se abrieran las
tiendas y los bares, y de que la gente siguiera con sus rutinas, y de que mi
canario, colgado en la terraza, me inundara irreverente con sus trinos, y me sorprendí
de que yo misma sintiera necesidad de una taza de café, que sorbo a sorbo, fue
calmando mi cuerpo desencajado. Y aquella mañana, cuando la vida a mi alrededor
seguía en rutinas y vulgaridades, yo, que desde niña lloraba imaginando aquel
momento, caí en la cuenta de que algo de mí había muerto también para siempre.
¡Pobre papá! ¡Cuánto debió sufrir en aquella maldita guerra1! Volvió –parece
que lo veo- con un saco vacío a cuestas: escuálido, enfermo… Después, el
retorno a otra casa, a otro pueblo, a otra vida que yo no conocía; la vuelta a
Villa del Río, nuestro pueblo, nuestra casa, el Banco. Y allí, un rosal de
rosas amarillas, una mesa y un aparador. Sollozos de mi madre que
resignadamente repite: Se lo han llevado todo. Y palabras de mi padre: pero estamos
vivos.
Y mi padre, un gran hombre,
el mejor de los hombres, suspiros, lágrimas, trabajo, sacrificios y esperanza,
fue reconstruyendo aquel desastre de historia, sin una queja, sin más anécdota
que aquella por la que juntos elevábamos nuestra oración de acción de gracias
al cielo: ¡Estamos vivos!
Por eso, hoy, cuando, no sé
por qué, más que nunca, me queman los recuerdos, quiero, desde estas líneas,
rendirle aquel homenaje, que, entre todos dejamos pendiente para otro día. Tal
vez no entendimos que los hombres como él no se repiten. Son más bien como un
milagro que se producen en un instante y desaparece en el siguiente, pero la
marca, la huella que dejan es tan profunda que a la sombra de ella se vive, se
crece, y yo creo que hasta se muere, en paz.
Como si me vieras, como si
me oyeras, papá, quiero decirte que, a pesar de los años, hoy especialmente, me
sigo sintiendo como aquella niña desamparada, muerta de frío y miedo que
siempre encontraba en ti la respuesta, la palabra precisa, la comprensión y el
amor para aquellas interrogantes grandes, que se me dibujaban, conjurándome a
inquietarme por un futuro para el que todavía eran débiles mis espaldas. Hoy,
ya, casi todo está escrito, desvelado, hecho presente y hasta pasado. De ti, de
tus muchas virtudes, he heredado -¿por qué no decirlo?- cualidades pedagógicas
que, en nada, por supuesto, pueden emularte, porque tú, aunque toda tu vida la
dedicaste al Banco, fuiste el más grande y mejor pedagogo que he conocido.
Supiste educarnos a los siete y a cuarenta que hubiéramos sido, sin
competitividades, valorando en cada uno lo mejor, motivándonos constantemente a
la cultura, exigiéndonos con el ejemplo, la constancia, el esfuerzo, el
sacrificio, necesarios para lograr en la vida ser hombres y mujeres de bien,
capaces de trabajar con honradez y dignidad.
Lo conseguiste, papá, así, y
no es ninguna pedantería, somos los siete. También he heredado tu entrega y
amor a la familia. Mi marido, mis hijos son lo primero y casi lo único. ¡Si
vieras! Los tres son artistas. Aquí, en mi pequeño apartamento, donde río,
lloro, hablo, me grabo, me borro, todo habla de ellos: pinturas maravillosas de
Ramón. Manualidades –creatividad pura– de Isabel María y Belén. Tú, sin
proponértelo, irradiabas una fuerza, una energía tan vital y contagiosa que
sigue viva en mí, en mis hijos y en los hijos de mis hijos.
La vida te ha dado la razón:
no hay que venderse; con el trabajo también se llega, y yo, libre, con la
cabeza bien alta, pero agradecida, como tú, voy alcanzando metas, entendiendo
que no hay que detenerse, y menos aún por los aparentes fracasos. No sé cómo,
pero te siento cerca. Tal vez, en tu mirada profunda de aquellos últimos años
de enfermedad, pude leer un mensaje: “Donde quiera que estés, allí estaré yo”.
Sí,
vuelvo a llorar, Lucrecia, pero mis lágrimas son hoy de agradecimiento y
orgullo por haber tenido un padre como lo fue él. Por eso no te pongas triste.
Voy a salir, voy a desafiar al sol y a la vida, porque esa será la única forma
de mantener vivo su recuerdo.