Mi querida hija Belén: fue también domingo aquel
día de tu nacimiento, día que me sentí tan feliz que hubiera deseado que la
noticia de tu nacimiento paralizara al mundo, que todas las campanas repicaran
a gloria, que desplegaran sus pétalos todas las rosas, hubiera deseado que se
hubiera detenido el sol, que las estrellas entonaran el Aleluya de
Haendel y el universo entero lo hubiese escuchado y que tu nacimiento fuera la
gran fiesta de aquel día.
No obstante, vida mía, en mis débiles brazos, que
te acunaban estaban hechos realidad mis deseos y en mis besos la más bella
canción de amor que jamás nadie hubiera podido entonar.
Hoy, como ayer, me siento feliz por tenerte y doy
gracias a Dios por haberme dejado verte crecer y convertirte en la gran mujer
que, en todos los sentidos, eres hoy.
Mi niña, mi gaviota,
¡vuela, vuela! Que no te alcancen las olas, que no te asuste la tormenta... ¡Vuela, alto, vuela..! Las gaviotas jamás se ahogan en la tempestad,
¡mi juguetona, mi
preciosa avecilla de los mares!
Camina, siembra, sueña,
vive…!
Tus propias, alas,
hija, tus propias alas: ¡Ízalas sin demora!
Que no pase esta
mañana, que se detenga el crepúsculo, que no llegue la noche porque mi Belén
cumple años y me faltan horas para mandarle besos, para desearle que cumpla
muchos más sin dejar en blanco ni una sola página de su maravillosa existencia que empezó un
domingo sobre el mediodía.
Y como sigo siendo
feliz, el mundo, el universo y yo te felicitamos con este Aleluya: