Queridos hijos, en pequeñas dosis quiero que conozcáis algo de mi biografía. Considero que es bueno saber de dónde venimos para valorar el presente y tratar de mejorarlo,
Siempre asustada mi madre –la recuerdo con sus maravillosos ojos
grandes muy abiertos-, de vez en cuando, en días de nada para comer, nos cogía
de la mano y exclamaba: ¡Vamos al cuartel
Y aquel cuartel, lejos de
nuestra casa, era un portón desde el que se veían suelos empedrados y algún que
otro soldado que a mí, personalmente, se me antojaba algo así como un ser
prodigioso.
Apontocados en dos grandes escalones de acceso, esperábamos la hora
del plato, del rancho que era anunciada hacia las dos de la tarde con una
campana que movilizaba a la escasa tropa allí atrincherada y que se dirigían no
sé a dónde pero con un plato de acero o algo así entre las manos.
Mi madre se retiraba y, sin perdernos de vista, se escondía lo más
cerca posible de nosotros que, con las manos extendidas, esperábamos la
compasión de aquellos humildes soldados que casi siempre se apiadaban de
nosotros y de otros niños que acudían con el mismo fin, obsequiándonos con
algún bocado de pan de higo o de carne de membrillo que sabía, lo recuerdo
bien, a jabón, a moho, a algo desagradable pero que recibíamos como agua del
cielo.
Y satisfecha, mi madre, sus palabra siempre entre dientes: ¡Algo es algo, hijos! Hay que dar gracias a
Dios… ¡Nunca nos falla!
También sucedió que mi padre, enfermo y en el hospital militar, encontró una cartera con bastante dinero pero siendo, como era, la personificación de la honradez, la entregó a los militares de alto rango que lo premiaron con un vale de comida que semanalmente recogía del economato y nos nadaba íntegro: ¡pobre papá –decía mi madre-, con lo débil que está y nos lo manda todo.
¡Premio la fe de mi madre! Jamás la perdió, y si tengo que ser
sincera, creo que llevaba razón: aalguien, algo acudía siempre en nuestra ayuda,
cuando los momentos eran negros, tan negros como el carbón.
T!