Y en la sonrisa de mi pequeña Isabel María en su procesión,
creo que Dios me sonríe
Cuando era niña, mi amiga Paula y yo jugábamos a quedarnos
en silencio y escuchar la voz de
Dios. Ella solía decir: este juego es una tontería; los pasos de Dios no se
oyen porque Dios no habla; está mudo.
Invariablemente, le
contestaba, y era una precocidad por mi parte: ¡Claro que se oyen! Los pájaros,
las estrellas, los gitanos… son pasos de
Dios.
Y me quedaba sola en mi juego pero, a pesar de mis pocos
años, algo me decía que sí, que Dios me
pasaba por delante en todo y en todos.
Es por eso que mi
vida ha sido un estar atenta al discurso que, tras cada pequeña o gran cosa, me
hablaba de trascendencia, provisionalidad, belleza, amor… Era, y sigue siendo
la voz de ese Dios. Era y sigue siendo la misteriosa voz del silencio que me
repite: Mira, Él está aquí; Él está allí.
Tras
ese sol maravilloso que acude fiel a su cita con los días, incierto a veces, está
Dios en nuestra vida, un Dios que jamás nos ha fallado, que siempre estará en
ti, en mí, en el pobre, en el humilde, en todos y en todo, el que te acompaña día y noche, en inviernos y estíos, en guerra
y paz, en abundancia y escasez… Lo dice Heráclito, te lo digo yo. Dios está en
tu vida como el viento que pasa y no lo ves pero lo notas en tu rostro y te da
ese hálito que precisas en cada instante. Vuelve la vista atrás, Isabel, y dime
¿qué ves en todos y cada uno de esos tus difíciles momentos? ¿Qué has sentido
cuando, como presente, e incluso como juez, ante ti los seres humanos han
protagonizado guiones que te han convulsionado la conciencia e incluso, a
veces, te han provocado desaliento, reflexión que, encendiendo la luz de tu
espíritu, han iluminado todas las estancias de tu casa?
Volved, hijos, la vista atrás,
sin dejar de mirar hacia delante, y comprobaréis que Él estaba allí.
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